Botas rojas de la suerte
Paso por la calle 334 y me paro en la librería
que está justo en frente del paso de cebra que cruza la avenida de los poetas
muertos.
Lleva todo el día lloviendo y hay infinidad de
charcos por el suelo. Por suerte, tengo puestas mis botas rojas de la suerte y
el paraguas de flores amarillas que me regalaron por mi cumpleaños.
Me tomo un minuto para admirar el escaparate,
pero son las tres y todo el mundo sale ahora de trabajar así que la calle está
abarrotada y la gente no para de tropezar conmigo.
Entro y en cuanto lo hago el olor a libro
nuevo inunda todos mis sentidos. Me detengo ante las estanterías de poesía y
repaso las baldas con la mirada. De repente veo un libro que me llama la
atención; es ese que todos tenemos en nuestra casa con el lomo medio roto por
el paso del tiempo y las hojas tan desgastadas que parece que podrían
desintegrarse entre tus manos. Tiene una margarita en la portada y es la razón
de que sean mis flores favoritas. Justo cuando lo voy a abrir una niña tropieza
y choca conmigo.
Tiene 8 años, le acaba de caer un diente y dos
trenzas adornan esa cabeza suya tan perspicaz. Es entre castaña y pelirroja
porque nunca sabe decir de qué color es su pelo, tiene una cicatriz en el brazo
izquierdo que se hizo ayer cuando calló por las escaleras del colegio y ojos
inquietos del color de las avellanas. Es muy alta para su edad; pero en cuanto
choca conmigo se encoje todo lo que su cuerpecito da y se pone roja como un
tomate, apenas es capaz de murmurar un lo siento e intenta salir corriendo; pero yo soy más rápida que su timidez y me arrodillo haciendo coincidir
nuestras miradas.
Con mi sonrisa más melancólica le doy el libro y le digo que
es un regalo: “Para ti, para que aprendas a mantenerte en pie.”
La niña me mira, sonríe y se va corriendo
detrás de su madre. Antes de llegar vuelve a tropezar; pero esta vez consigue
equilibrarse a tiempo. Aun así, yo sé mejor que nadie, que a esas botas rojas
de la suerte todavía le quedan muchas caídas que soportar.
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